GESTOS.
Los valores, la educación o las lecciones de vida pueden explicarse mil veces, pero un gesto a tiempo vale mucho más que cualquier discurso.
Es en los pequeños actos donde se pone a prueba lo aprendido y lo que realmente transmitimos a quienes nos rodean.
Estaba comiendo con mi hijo en una pizzería.
Esperábamos el postre, conversando tranquilos.
Lo escuchaba embelesado, orgulloso de sus palabras.
Me hablaba sobre la educación, los valores y los ejemplos recibidos por nuestra parte en su infancia.
Ahora a los treinta —me decía— los comprendía mejor, los valoraba enormemente y le estaban sirviendo de guía en la vida.
A través del ventanal, el movimiento de la calle: coches, peatones, rutinas.
Me fije, enfrente en un monovolumen con la puerta trasera abierta.
Dos rampas metálicas apoyadas en el suelo.
Sobre ellas, una pesada silla de ruedas eléctrica.
Un hombre mayor intentaba empujarla sin éxito hacia el interior del vehículo.
Su mujer lo ayudaba como podía, apoyándose en su espalda, empujando a la vez.
La maniobra se repetía una y otra vez. La silla subía unos centímetros, vibraba, y de golpe retrocedía con violencia hasta el suelo.
Ellos sufrían. La silla, a punto de volcar.
Era cuestión de un momento que aquello derivase en un accidente y se hicieran daño de verdad.
La gente pasaba de largo.
Unos mirando el móvil. Otros con la vista perdida en la acera.
Algunos, incluso giraban la cara para no ver.
Aunque seguía escuchando a mi hijo por el rabillo seguía también la escena de cerca.
Se repetia por enésima vez con el mismo final.
De repente, me disculpe y raudo, me levanté de la mesa, salí corriendo del restaurante y me dirigí hacia ellos.
Me acerqué y les pregunté si podía ayudar.
No les dí tiempo ni a responder.
Me miraron sorprendidos mientras de una maniobra y en menos de un segundo, agarré como pude la silla y la cargue estable en la parte trasera del vehículo.
La pareja me agradeció el gesto una y otra vez. No hacía falta.
Volví al restaurante y me senté de nuevo junto a mi hijo, pidiéndole disculpas de nuevo por mi breve ausencia.
No hizo falta. Su mirada me advirtió que de nuevo lo había comprendido todo otra vez.
Ese día, mi hijo tuvo un ejemplo más de lo que significa la actitud.
Mientras tanto, alrededor nuestro, seguían deambulando seres absortos en sus pantallas, ajenos al mundo real.
El monovolumen ya no estaba.
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