PREGUNTAS AL MAESTRO ARMERO.
Ninguna historia está perdida, solo espera que alguien la escuche y la haga palabra.
Durante años su nombre fue apenas un murmullo.
Un eco en las sobremesas, una sombra en los recuerdos.
Joan Velilla Costa.
Nada más.
Un nombre que el tiempo había dejado flotando entre cartas y silencios, como si se resistiera a desaparecer del todo.
Nació en Barcelona, en una época que ya huele a fotografía sepia.
Era alto y fuerte.
Estudió para mecánico tornero.
Era el pequeño de la familia, junto sus dos hermanas Carmen y Joana y sus padres Maria Costa Llaunés, de Mora d'Ebre y Santos Castellano Murillo, de la provincia de Huesca.
Vivían en Barcelona, frente a la Sagrada família.
Su novia de siempre, María Solanot.
El destino parecía escrito, hasta que estalló la guerra.
A los dieciocho años lo llamaron a filas.
Ascendió a teniente.
Su oficio: armero, mantener vivas las armas de un ejército que ya se desangraba.
Cuando todo acabó, cuando la derrota fundió a negro cualquier esperanza, Joan emprendió la huida.
Atravesó los Pirineos con los pies helados y el alma ardiendo.
Buscaba libertad.
Pero encontró otra frontera.
En Argelès-sur-Mer, el mar fue cárcel.
Sin agua, sin letrinas, hacinados en tiendas de lona.
Una playa cercada por alambradas, custodiado por guardias senegaleses y marroquíes, miles de hombres deshechos sobre la arena húmeda.
Frío. Viento.
El hambre, la disentería, neumonías, tifus hacían su sucio trabajo.
Joan resistió al terrible invierno del 39.
Llegó a pesar cuarenta kilos.
Contaba en sus cartas que cuando moría un caballo, lo enterraban y cocinaban su lengua y su sangre dentro de la tienda para coger alguna proteina que les permitiese sobrevivir un día mas.
Los más débiles eran empujados al agua a punta de bayoneta por los guardias al grito de:
- "Allez, allez", y el mar los devoraba.
Él no . Él siguió.
Junio del 40.
Cuando los alemanes invadieron Francia, desmantelaron los campos y se aprovecharon de los hombres que podrían serles de utilidad.
Le obligaron a trabajar para ellos.
Les llamaban los Rotspanier .
Los españoles rojos.
No tuvo elección, pero tampoco se rindió.
Durante la ocupación nazi en Francia, los alemanes construyeron cinco grandes bases de submarinos en la costa atlántica: Brest, Lorient, Saint-Nazaire, La Rochelle y Burdeos.
Todas fueron fortalezas de hormigón diseñadas para proteger y reparar los U-Boote en la Batalla del Atlántico.
En su construcción participaron miles de trabajadores,entre ellos muchos republicanos españoles exiliados tras la Guerra Civil.
Vivían en campos controlados por la Organización Todt, marcados con brazaletes, y sometidos a jornadas extenuantes.
En alguna de esas bases estuvo Joan.
Y también sobrevivió.
Acabo la guerra. Se quedó en Francia.
La situación en el país le impedía volver sin garantías de libertad.
Mientras tanto, María intentó por todos los medios reunirse con él.
Navegó por el Bidasoa, para poder llegar hasta Irún y pasar a Francia, pero la detuvieron.
Aún así, lo intentó varias veces, sin éxito.
Una mujer valiente.
Él iba escribiendo y enviando el poco dinero que podía para ayuda a la familia.
Hasta que, en los cincuenta, se casaron por poderes.
Más adelante, ella consiguió viajar en tren hasta Francia.
Y allí, por fin, se reencontraron.
Levantaron una casa formaron una familia y tuvieron tres hijos.
Murió de cáncer.
Su hermana Carmen, desde Barcelona escribía cartas en su nombre para que su madre, ya anciana y postrada en la cama, no lo supiera.
Una vida de película.
Una juventud truncada por la guerra de otros.
Familias divididas.
Una nebulosa. Recuerdos sincopados. Imágenes borrosas de sombras en escorzo. Conversaciones de terceros en voz baja...
Dudas. Curiosidades. Respuestas.
No le pregunté al maestro armero.
No pude. No le conocí.
Era mi tío abuelo Joan.
Y este es mi pequeño homenaje a su gran historia.
Y a otras tantas similares que nunca se contarán.
Quizás por temor.
O por miedo a escuchar el horrible grito del silencio.
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