CONTROL DE GASES.


PRÓLOGO. 


Algunas historias no se cuentan en el momento.  

Porque huelen mal. Literalmente.


Esta es la crónica de una noche cualquiera, una familia dormida, y una experiencia que no se olvida.

Es absurda, real y más humana de lo que parece.

Una auténtica ECM.  

Prepárate para reír… y agradecer que no ibas en ese coche.


...................................................... 

Noche cerrada. Niebla espesa.
Un coche familiar avanza por la costa como si nada.

Dentro, todos duermen.
Todos menos uno.


1. Todos KO, menos el Alien

Había sido un día completo.
 

Los niños estaban exhaustos.
Después de jugar con sus primos como si no hubiera un mañana, cayeron rendidos nada más subir al coche.

La niña, traspuesta en su sillita ya en el primer “Ceda el paso”.
El niño, fiel escudero, la imitó al instante.

Isa, a mi lado, contemplaba el techo como quien contempla las estrellas: boca entreabierta, babilla estilo abuelo Simpson, y la cabeza ladeada sobre el reposacabezas.
 

Hasta le toqué la carótida, buscándole pulso.

Me asusté.

Parecía una escena postnuclear: todos KO en cinco minutos.

Pero lo peor no era el silencio.
Era lo que venía desde mis entrañas.

La mezcla de mojitos, vino, cocas colas varias con la paella y el bacon con queso, no había ido del todo bien, por lo visto. 

Mi coche parecía el Nostromo navegando entre la bruma etérea y las difusas luces del entorno, mientras en mi interior el Alien peleaba por salir.

El colon no estaba irritado.
Estaba cabreadísimo. Mucho. 

Y cuando el colon protesta… no lo hace con pancartas.
 
Lo hace con gases.


2. La tormenta interior

Fuera, la niebla flotaba como en una peli de terror de serie B. 

Las farolas del paseo desierto daban ese tono amarillo depresivo, distorsionado por la humedad del mar.

Y justo en ese ambiente espeso… llegó el primero.

Estaba solo ahí dentro.
El entorno seguía igual, los tres ocupantes en fase muy REM. 

Mi luctuoso hecho no dejaría testigos.

Además, era cuestión de urgencia.
 

No podía detenerme en ese gélido ambiente.

Preferí seguir conduciendo y desahogarme dentro.

Así que lo hice.

Solté todo el mal posible.

Y después de un estruendo sincopado, potente, sordo y entonado, llegó un alivio proporcional, pero también un suspiro tóxico.
Mucho. Un aviso.

Solo lo noté yo…

Si lo que andaba por ahí dentro, hacia juego con la horrible pestilencia ambiental de aquellos instantes, la cosa era fea feisima. 


Cristales subidos. Microclima tropical. Espeso. Radioactivo.

Agradecí que el pasaje estuviera en brazos de Morfeo.
 

Morfeo, el muy cabrón, hasta me miró mal.

Abrí la ventanilla un poco para intentar dispersar. 

Pero el hedor tenía peso.

No se movía. Se aferró como garrapata chupoptera a todos los poros del tapizado.  

Y encima, venía con banda sonora. 

Todo muy discreto.

Una sinfonía en clave de MI.


3. El encuentro fatídico

Me acercaba a la rotonda de salida del pueblo antes de coger la autopista en dirección a casa.

Y entonces, como si Murphy hubiera escrito el guion, apareció la policía.

Luces azules. Chalecos reflectantes. Linternas.
Los Mossos.

Justo donde me había avisado mi cuñado.
Hora exacta. Lugar exacto.

El colon, lejos de frenarse, se vino arriba.

La tropa seguía dormida.
 

Isa soltó un carraspeo leve, como si una molécula de "aquello" se le hubiese agarrado a la tráquea, pero siguió en su nube.

Yo sopesaba decidirme entre el disimulo o la huida.

Y entonces, ocurrió lo inevitable.
Uno de los agentes me señala con la linterna.

—A mí no —susurré.
Nen. Quierete más, por dios.
No lo hagas.
Déjame seguir.
Para a otro.
Joder. A mí no.

Pero sí.
A mí.


4. El sacrificio del mosso

Mientras conducía con una mano, con la otra en modo ventilador, intentaba dispersar los hediondos efluvios.

Bajé la ventanilla lo justo, aún con la esperanza de que el hedor disminuyera.

Pero el mal ya estaba hecho.

El mosso se acercó con paso firme.

Yo, con mirada entre actor secundario y gato de Shrek, le lancé una ceja alzada de:
 
“¿Qué pasa, jefe?”


Señaló para que bajara la ventanilla.
 

Y fue entonces cuando su destino se confirmó.

Bajó el cristal del todo y él, como torero ante el estoque, rápido conciso veloz y firme, metió toda la cabeza dentro del habitáculo, inspeccionando la escena.

Nadie a mi alrededor se enteró.
Seguían dormidos.

Ya no había escapatoria.

El aire pesado, saturado, le dio la bienvenida con un sopapo invisible.
 

“Papeles, por favor”… aspiró.

Y aspiró bien. En plan industrial.

Con ganas.

Con pulmones de tenor.

Se lo comió todo.

Todo. 

El muy egoísta.
 

Pobrecito.

Lo vi todo en cámara lenta:

El gesto cambiar,
las pupilas dilatarse,
la piel perder tono.

Le faltó hacer la croqueta hacia atrás mientras perdía el sentido.


5. El silencio posterior al desastre

Me devolvió la documentación con rapidez. 

Con un hilito de voz temblorosa dijo:

—Circule, por favor.

Así lo hice.

No se atrevió a hacerme soplar. Sabía que un instante más allí y hubiese muerto. 

Cerré la ventanilla. Raudo.
Giré la rotonda. 

Cogí la autopista.

En el retrovisor me pareció ver cómo el compañero lo abrazaba.
Un abrazo de contención. 

Como de trauma compartido.


6. Epílogo

Mi familia nunca se enteró.

O no lo recuerdan.

Y casi mejor así.

Porque hay cosas que solo se pueden contar años después.

Y con la conciencia —y el intestino— un poco más en paz.


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