TODO ESTABA ESCRITO.


Dicen que el arte es cualquier exposición que te sacude por dentro.

Un verano a bordo de un crucero por los fiordos.  

En el corazón de Bergen, entre tiendas y caminantes, se erige un monumento a los marinos.  

Siete metros de altura y orientado hacia los puntos cardinales.

Doce figuras, forjadas por Dyre Vaa en 1950, dan cuerpo a distintas épocas de la sociedad noruega: 

vikingos, mercaderes, soldados del mar.   


Ante él me detuve a pensar.  

La estructura de su sociedad. 

Dioses, reyes, clero, nobles, campesinos, navegantes.  

Jerarquías. Arquetipos.  


Como si los pueblos se organizaran según un patrón que nadie describe, pero todos recuerdan.


Lo había visto antes. 

En otras culturas:  

Los incas. Las tribus africanas. Egipto. Los navajos. Europa medieval.  

Civilizaciones dispersas por siglos y océanos… replicando el mismo orden social .


¿Por qué?

Instinto, adaptación, supervivencia.  Sí.  


Pero tal vez haya algo más.    

Un guion que no se improvisa, sino que se relee.  


Como si el ser humano no creara la cultura desde cero, sino que la rescatara del olvido.


La escultura me habló de eso.  

De una memoria profunda.  

Y de pronto, ese hilo se volvió espiritual.


Tradiciones que nunca se cruzaron físicamente, pero coinciden en lo esencial:  

Budismo, hinduismo, sufismo, cristianismo, esotérismo, chamanismo…  

Todas señalan una conciencia que excede el cerebro.  

Como si la mente fuera solo el hardware del sistema .  


Como notas inconexas que combinadas convenientemente crean música.

El cuerpo: el instrumento.  

La mente: la partitura. 

La conciencia: la melodía.


ECM, lucidez terminal, meditación profunda, mindfulness, extasis cristiano.

Experiencias distintas pero con todo en común. 

 

¿Mensajeras de que hay una conciencia que habita el sistema nervioso, pero no se limita a él?


Si esto es cierto,  entonces lo humano no es solo razonar ni sobrevivir.  

Es conectar.  Recordar.  

Sintonizar con esa frecuencia universal que vibra más allá de las lenguas, los templos y las épocas.


Y así, el monumento en Bergen dejó de ser una obra.  Se volvió espejo.  


Todo estaba allí.  

Estaba todo escrito.

Solo había que detenerse.  

Y no solo a mirar.  


También a ver.


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