QUIZÁS ERA LLUVIA.
Hacia mal día.
Julio caluroso.
Estábamos pasando un finde en la casa del pueblo.
Nublado.
Cojo el coche y escapo.
Me pierdo conmigo mismo un rato.
Necesito coger aire.
Mi mujer y mi hija se quedan en casa.
Parto.
No se hacia donde.
De repente pienso: estoy cerca. ¿Por qué no?
Hace tiempo que no voy.
El día hacia juego con mi estado de ánimo.
Gris oscuro casi negro.
Aparco cerca.
Voy caminando.
Por el mismo sendero que habíamos hecho y deshecho cientos de veces.
Con unos, con otros.
Con todos.
Quizás incluso alguna que otra piedra no se haya movido desde entonces y sea la misma incrustada entre la arena y las raíces.
Para ella no ha pasado el tiempo.
O si, pero le da lo mismo.
Veo el mismo trayecto, y me imagino dentro de aquel 4x4 espartano, ahora no recuerdo exactamente si se trataba del Lada Niva rojo, o el vetusto Aro de color camel de Marco.
Que más da.
Se que estaba a su lado, como fiel copiloto, derrapando saltando emulando una senda dakariana dentro del cacharro, cuando de repente, tras un giro cerrado y entre el polvo aparecieron frente nuestro una pareja de "pixapins" con cara de asustados, tras la luna de un corsa.
Era de un blanco roto, menos blanco que su cara.
Ni tiempo a cambiar su rictus tuvieron, pues el colega entre clincs y clacs metió marcha atrás, después insertó de nuevo primera con reductora y se encaramó raudo y veloz, escupiendo polvo y piedras por la ladera que se enfilaba por un lado, apartandose de la vía principal.
Como recuerdo las risas que nos echamos después, recordando la cara de sorpresa de los del Corsa.
Parece que todavía resuenen en aquel recoveco entre zarzas y maleza que sube frente a mi.
Si. Por ahí mismo fue.
Sonrío.
Después de unos quince minutos andando llegué .
Unas nuevas escaleras de piedra facilitan ahora el empinado y resbaladizo descenso que yo mismo bajaba antes, portando niños, mochilas toallas y bolsas varias.
Todo estaba igual ahí abajo.
La cascada brotaba del mismo modo emitiendo aquel sonido celestial en su caída.
Contemplo la conocida panorámica mientras inhalo un suspiro de añoranza.
Nada se ha movido. Todo sigue en su sitio.
Cuantas fotos y videos de esta misma panorámica.
Me pilló la sirena de alerta en el móvil sobre la previsión de tormentas fuertes, y aconsejando no salir de casa con los pies en la fresca agua.
Iba a sumergirme bajo la cascada, pero no lo hice.
Los nubarrones amontonados a punto de pincharse sobre los afilados peñascos parecían advertirme: cuidado, no nos vaciles.
Miraba aquellas pozas y veía a mis hijos retozando dentro del agua transparente.
Pelotas de plástico de vivos colores volaban sobre sus cabezas.
Mi padre se apresuraba a evitar que se deslizasen corriente abajo, persiguiendolas entre las piedras con su bañador a rayas y sus cangrejeras de goma marrón muy vintage, medio rotas.
Las nubes negras se apelmazaban, amenazantes mientras yo seguía absorto.
Isa se bañaba, los amigos reían a su lado.
Todo seguía igual.
El eco de los truenos retumbaba en lo alto de los riscos.
Me sorprendió un estallido, excesivamente alto de tono, que me hizo girarme hacia arriba un instante, de nuevo volví la mirada y todo seguía parecido.
Todo, excepto las figuras humanas.
Ya no estaban.
Habían desaparecido.
Mi hijo tiene más de treinta.
Mi padre y Marco ya no andan por este espacio-tiempo.
Comenzaba a chispear.
Volví a subir las improvisadas escaleras parsimoniosamente y anduve de nuevo el camino de vuelta hacia el coche.
El carbonero seguía su cante entre la tupida árboleda.
Como siempre.
¿Sería el mismo?
O no.
Caminaba.
Despacio. No tenía prisa.
Noté una gota deslizándose por la mejilla.
Quizás era lluvia.
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