UN SAN JUAN DE MIERDA.
Llega San Juan.
Y por aquí, por el Mediterráneo se celebra de manera especial.
El verano está asomando por la esquina, y el cuerpo lo sabe. Verbenas, cava, cocas, amigos y petardos.
Fuegos que queman en la hoguera lo malo, para dejar hueco a la ilusión.
Por eso hay que celebrarlo como se merece.
Recuerdo, hace años (muchos), esa verbena cayó en sábado.
La fiesta, como cada año con amigos.
La chiquillería quemábamos trastos viejos, que los vecinos nos dejaban en los portales, en las fogatas del barrio que encendiamos en cada chaflán.
El cole terminaba, el verano empezaba.
Ese fuego era catártico, simbolizaba todo el éxtasis que el verano presagiaba.
Ese año, durante la celebración entre cava, coca y petardos quedamos con unos amigos para el día siguiente, domingo de San Juan, pasarlo en el campo.
Así fue.
Fuimos a un sitio al que íbamos a menudo, bajo la sombra de una arboleda.
Aparcaron el 127 marrón y el 850 blanco.
Montaron el campamento de neveras, bolsas, mesas, sillas y hamacas.
Mientras los mayores preparaban la comida, y nuestras hermanas se quedaban jugando, mi amigo Víctor y yo fuimos a "investigar" el terreno.
Llevábamos con nosotros parte del arsenal que nos había sobrado la noche anterior.
Avanzabamos, ibamos lanzándolos poco a poco.
Dentro de una lata.
Tapados con piedras para ver la metralla expulsada.
Cosas de críos.
Anduvimos hasta que descubrimos un edificio en construcción.
No estaba en absoluto vallado ni protegido.
Montañas de arena entre la hormigonera y bidones llenos de agua, cerca de lo que debía ser la entrada principal.
Solo estaba en pie la estructura del edificio, de cemento y hormigón, sin ninguna otra instalación.
Era el escenario perfecto para nuestros juegos de guerrillas .
Así que pasamos sin ningún control.
Íbamos entrando en habitaciones, tirando petardos, que resonaban con gran estruendo, mientras corríamos entre los pasillos vacíos o subíamos planta por planta.
En una de ellas, Víctor me llamó, emocionado.
Entré... la vi, y allí estaba, en el centro de la estancia.
Era como una combinación etérea de arte contemporáneo, entre la frialdad de mortero y cemento y su tibia presencia.
Se trataba de una enorme cagada que presidía el centro de aquella sala fría, vacía y gris.
Era inmensa, fruto seguramente de un buen ágape.
El color intuía que no hacía demasiado de su exposición, aunque no vimos a nadie por los alrededores.
El capullo de mi amigo, en el quicio del hueco de lo que debía ser la futura puerta, asomaba el hocico diciéndome:
—¿Y si ponemos un petardo debajo? Imagínate.
Puede ser la hostia.
Después de unas risas contagiosas, asentí.
Me lanzó un petardo desde su posición, intuyendo que debía ser yo el artillero esta vez.
La inocencia de crío no me hizo sospechar ni de su actitud, ni que se escondiera riendo nada más darme el trueno sin acercarse a mi lo más mínimo.
Había elegido el elemento más gordo que nos quedaba.
Me agaché con cuidado delante de la masa.
Inerte.
Por ahora.
Con manos de veterano Tedax, inserté el cilindro del explosivo lo más adentro y al centro de la moñiga que pude, con un sigiloso cuidado.
No fuera a ser que me manchara algo...
Jo.
Iluso.
Miré un segundo atrás, mientras buscaba el encendedor .
Víctor no aparecía.
Solo escuchaba su balbuceo entrecortado de hiena sarnosa, que provenía de la habitación contigua.
Estudié la estrategia.
Encendía la mecha y, cuando confirmara con las chispas el proceso de la explosión inminente, erguirme rápido y correría veloz hacia la puerta, ... pies para qué os quiero.
Después, de escuchar el estruendo, entraría con el colega a comprobar el estropicio.
Pero una cosa era esa teoría…
Solo recuerdo que conseguí encender el mechero, y mientras lo intentaba acercar a aquel minúsculo cordón que sobresalía de aquel tampax infernal, escuché un espectacular
¡BOOOOM!
La onda expansiva recorrió mi cuerpo.
No había siquiera podido elevarme de mis cuclillas.
Todo ocurrió en alguna milésima de segundo.
Imposible reaccionar.
Finalmente me levanté.
Temblaba.
Me pitaban los oídos del impresionante estruendo a escasos centímetros de mi nariz.
Estaba terriblemente asustado.
Me sentía algo húmedo y un olor nauseabundo me invadia.
¿Habría muerto?
Abrí los ojos.
No veía nada.
Dios, me he quedado ciego.
Ante mi pavor e incertidumbre, solo escuchaba las carcajadas del cabronazo de mi "amigo".
Lo entendí todo cuando me saqué las gafas.
Miré hacia abajo.
La contundente mierda no existía.
Tan solo una pincelada marrón intuía su anterior espacio, parte de ella descansaba, en vertical, en el techo, pegada cual telaraña viscosa.
El resto yacía salpicada por las cuatro paredes de la estancia, convirtiéndose en una obra de arte escatológica y nauseabunda.
No acabó ahí todo.
Me giré, y no es broma, en la pared trasera al suceso, se apreciaba claramente mi figura de cuclillas antes del estallido, dibujada por la limpieza del hueco de mi silueta entre las salpicaduras.
Impresionante.
Imaginaba la cara del pobre paleta a primera hora del lunes para empezar el tajo.
Entrando en la habitación y contemplando la escena de la imagen en negativo de mi figura.
Limpia perfilada y estampada en el centro de la pared salpicada de marrón.
Un poema.
Aquella era un verdadero Bansky adelantado a su tiempo.
Bajé de puntillas, cogiendo mis gafas con la pinza de los dedos de mi mano derecha.
Sentía el rostro mojado, no me atrevía ni a abrir la boca.
Llegamos abajo.
Yo bajé las escaleras de tres en tres, y sin mirar el estado, me metí de lleno en aquel bidón de agua.
Me sumergí, estuve un buen rato entre aspavientos frotando y rascando con rabia, intentando desprenderme hasta del más mínimo ápice de engrudo.
Recuerdo que, cada asomo de rostro para coger aire, seguía oyendo al cabronazo de Víctor.
Salí de allí.
El inmenso calor y bochorno hizo que llegara casi seco a la comida.
El capullo de mi amigo me confesó que me dio el explosivo más grande con la mecha más corta, y encima la inserto más dentro del cartucho para que no tuviera tiempo de reaccion.
Encima con alevosía.
El resto... creo que ya lo sabéis.
Esa comida también fue inolvidable.
Cada dos por tres, mis padres y sus amigos decían:
—¿Dónde os habéis metido?
¿Qué habéis pisado?
¡Huele a mierda!
Y yo reía.
Reía.
Si.
Ese año la verbena fue inolvidable, y el San Juan... de mierda.
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