AQUELLOS VERANOS.


🌞 Ya huele a verano


Ya huele a verano. 

Y su aroma a salitre o a pinos silvestres —según los gustos— se distingue en lontananza, aderezando con sus esencias estivales nuestra ensalada de feromonas deseosas de huir de la tediosa rutina y olvidarnos, por unos días, del mundo.


Los niños, a punto de empezar sus vacaciones, y los padres intentando encajar su Tetris particular. 

Un puzle anual de colonias para unos, casales para otros, actividades por aquí y por allá, todo con la esperanza de cuadrar horarios lógicos sin dejarse el sueldo en el intento.


Y de nuevo, los ven despedirse entre sollozos y abrazos, como pequeñas plañideras: a moco tendido. 

Inaudito.


🚲 Veranos de mercromina


En mis tiempos, al sonar la campana de fin de curso, salíamos disparados como alma que lleva el diablo, rumbo al pueblo con la yaya, la tieta y las primas, para vivir nuestro Verano Azul particular.


Tres horas en el 850 sin aire acondicionado, la baca hasta los topes, y la ilusión desbordando por las ventanillas. 

Allí nos esperaba la peña, la bici BH naranja, los partidos interminables de fútbol estilo Oliver y Benji, los chapuzones en la piscina, las excursiones al pantano “surfeando” con ruedas de tractor.


Jugábamos a la charranca, a pilla-pilla, al escondite, al ajedrez, al parchís, a canicas, a cambiar cromos de Star Wars, a la botella —deseando que el destino nos regalara un beso ruborizante—.


Construíamos cabañas con cañas (prohibidas a las chicas), donde fumábamos nuestras primeras caladas, escondíamos el Interviú con Marisol y nos creíamos mayores.


Durante la sagrada “migdiada”, el pueblo quedaba desierto. 

Ni un alma en la calle. Hasta los perros dormían sobre los adoquines más tibios de la plaza, mientras el sol derretía el asfalto y solo las cigarras se atrevían a alzar la voz entre los olivos.


Veíamos la tele en blanco y negro con la yaya: El Coche Fantástico, o lo que tocase ese verano. 


Jugábamos a tocar timbres, a cambiar macetas durante las fiestas mayores, a montar fiestas en cualquier “sellé”. 

Y con dos Coca-Colas, una Fanta, una bolsa de ganchitos, y un radiocasette éramos los más felices de la Tierra.


Reíamos hasta que nos dolía la barriga. 

Nos acojonábamos con la Ouija bajo la luz de una luna inmensa. 


Buscábamos nidos de lechuzas en el campanario, observábamos el vuelo rasante de los vencejos o nos extasiábamos con la nube de gorriones que salía en estampida del árbol centenario junto a la fuente.


Solo volvíamos a casa para comer, merendar o dormir. 


Sin móviles. Sin Nintendos.

Sin aburrimiento, pero con una felicidad y alegria tan inmensas, que hoy serían imposibles de comprender. 


📱 El verano digital


Años después, en pleno auge del ADSL y los “packs” de telefonía, decidimos pasar unas vacaciones con mi hijo y su primo, que entonces tendrían unos 10 años.

Queríamos evitar el “parto prematuro” de tanta dependencia digital. 


Pero fue desolador comprobar que, sin Wi-Fi ni ordenador, se aburrían. 

Estaban uno frente al otro, horas, sin dirigirse la palabra. 


Toda aquella verborrea virtual que mantenían desde casa, se evaporaba en el mundo físico.


Según ellos, fue el verano más aburrido de sus vidas.


⌛ Éramos felices. No lo sabíamos.


Cada tiempo es el que es. 

No se trata de comparar, porque ni los medios ni las circunstancias son iguales. 


Pero si intento pensar con la cabeza, y no con el corazón, me quedo con mi infancia sin dudarlo.


Nos reíamos todo el día. 

Éramos libres. Éramos felices.

Ahora, con todo lo que tienen, los veo tristes, apáticos, insatisfechos. 


Y duele.


Qué bueno que ocurriera. 

Qué bonito haberlo vivido así. 

Éramos felices. Y quizás no lo sabíamos.


Qué pena que esa felicidad solo se reconozca cuando ya ha pasado.


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