DEJÀ-VU.

 

—Maldita sea. 

Solo serían cinco minutos.

Era buena hora, la una del mediodía. No habría gente. 

En apenas un momento compraría todo: tomate de bote, arroz, pan de molde… 

Siempre llevaba una bolsa en la maleta de la moto.


Revisó un mensaje de WhatsApp:

“Si puedes, compra estas cuatro cosas, así no salgo.”

 —Será un momento —pensó.


Pero llevaba ya más de catorce minutos esperando. 

Se puso detrás de un anciano que arrastraba un carrito azul. 


Con la otra mano empujaba el carro del super.


Colocaba los bultos en la cinta con parsimonia. La cajera los pasaba uno a uno: Bip. Bip. Bip.


El anciano amontonó el carro vacío en su fila y se quedó esperando frente a la caja con el suyo azul. 

Tras el, un espejo borroso en el que nadie se fijaba reflejaba el momento.


Él, mientras tanto, respondía mensajes. 

El móvil le hervía. Tenía que comer con Luis. Iba tarde. 

Luego había quedado con Juan para ver una obra. 


—Maldita sea. 

No llego. 

Dios. ¿Quién me mandaría entrar?


El tiempo no tenía piedad. 

Los minutos pasaban. 

El reloj de la pared marcaba los segundos como espada de Damocles. Tic.Tac.


Nada avanzaba. 

Miró atrás: la cola era inmensa, las demás cajas, colapsadas.

Estaba embutido en medio del caos sin posibilidad de cambiar nada.


—Son quince con diecinueve —dijo la cajera.

El anciano buscó. Rebuscó. Por la chaqueta. Por los bolsillos. 


Finalmente, encontró una pequeña cartera. 

Él lo miraba, intentando animarle con una media sonrisa de compromiso.


—¿Con tarjeta?,preguntó la cajera.

—Sí, por favor. —

Son quince con diecinueve.


Más de dieciocho minutos ya. 

El anciano intentó encontrar la tarjeta. 

Varias cayeron al suelo. 

Las recogió como pudo. 

El pasillo era estrecho: no podía ayudarle.


Mensajes. Excusas. Reloj. Tiempo. Espera. Impaciencia.


Por fin, encontró la Visa. Respiró aliviado.


Pero no.

—Introduzca el PIN —pidió la cajera. 

—¿Qué? —

A veces lo piden por seguridad —dijo la cajera. 

—Pues no me acuerdo. —

¿Lo tiene anotado en el móvil?


Resopló. Miró atrás.

 —Todos llegaremos… algún día —dijo una chica tras él.


—Voy a probar… 

Tecleó un número. 

Nada. —Ese no es, caballero. 

—¿Y si me la bloquean?


—¿Lleva suelto? —

Diez euros. —

Yo tengo algo —intervino la cajera, dándole veinte céntimos.


Él no llevaba efectivo. Le habría pagado la compra, gustoso.


—Deje lo que no sea urgente —propuso la cajera. 

Dudaba. Trasteaba. 

La chica lo ayudó: —¿Quitamos la cerveza? ¿La leche de soja?


Consiguieron reducir el importe a 10,20 €. 

El anciano encontró un billete de diez, arrugado, y lo colocó en el mostrador.

—Solo tengo esto.

Pero yo le di los veinte céntimos, ¿no recuerda?

 —Ay… es verdad, pero no sé dónde los he puesto.


Rebuscaron y los encontraron bajo los bultos. 

Por fin. Se acabó.

Ya le tocaba el turno.


Buscó la cartera. Se le cayó al suelo. 

La recogió. Se alzó.


Un chico esperaba detrás. 

Casco de moto al brazo. Una media sonrisa tranquila.


Entonces, un escalofrío le recorrió la espalda. 

Un déjà-vu

Eso ya lo había vivido.


Levanto la vista.

En el espejo frente a la pared, borrosa, se reflejaba una silueta. Apareció la imagen de...

...un anciano.


Era él. 

El tiempo había vuelto a pasar.

Rápido. Demasiado rápido.


Carpe Diem.


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