CHINCHES EN VESPA.
Capítulo 1: EL CALABOZO.
Hace algún tiempo, con 20 años apenas cumplidos, yacía con mis huesos en una litera maltrecha, sobre un colchón aceitoso y maloliente en un diminuto espacio de 9 m² con tres personajes más.
Era agosto en Madrid con un calor infernal.
Cada uno de nosotros se encontraba allí por diferentes motivos.
Debíamos purgar, en tierra hostil, dentro de aquel cochambroso calabozo y cumplir nuestras penas —en previsión de salir provechosos mozalbetes con ardor guerrero y patrio—, por las "graves" faltas cometidas a su orden moral y militar.
Una mañana, como otra de tantas que pasaron y otras que quedaban por pasar, me levanté por el sonido de la corneta y por el sutil esbozo de claridad que traspasaba las rejas del ventanuco y dibujaba cuatro barras en la pared contigua.
Como cada día, faltaban 5 minutos para las seis de la mañana.
Dormía en el nivel superior de una de las dos literas:
¡a las cucarachas les costaba más llegar hasta allí!
Mi experiencia, y mi graduación de Cabo, me permitían, entre otros, disfrutar de semejante privilegio.
Nos envolvían cuatro paredes desconchadas, enmohecidas y decoradas con citas escritas a trazo de navaja o tenedor: describiendo a la novia, a la libertad, a la madre misma, o marcando las rayas de los días pasados o los que faltaban por pasar, encerrados en aquel antro.
El suelo, cementoso, con gravilla de botas, manchas de todo tipo y tamizado de polvo acumulado, con alguna que otra hormiga despistada que se atrevía con la escalada por el irregular tabique.
Una exigua bombilla, de cristal mate por el polvo y las telarañas, apenas iluminaba la estancia.
También había una mesa coja, sobre la cual descansaba un vaso de Duralex medio lleno de agua turbia con cienmil colillas, tras una sola silla de madera; de patas desmembradas y mal nivelada con la base de paja deshilachada.
Todo ello embutido en una superficie de no más de nueve metros cuadrados, encerrados tras una gruesa y chirriante puerta de metal y ventilados mínimamente por una abertura exigua en lo alto de la pared del norte, con unos barrotes de hierro.
Nada más.
Y nada menos.
Ante la falta de armario o espacio de almacenaje nuestra ropa y los pocos trastos de cada uno de nosotros, se desparramaban caóticamente.
La Tropa, la formabamos cuatro individuos de lo más variopinto de la geografía pátria:
un madrileño, un canario, un gallego y yo, un catalán.
Debajo de mí dormía el recluta.
Más chulo que un ocho.
Su acento y dicción chulapa lo terminaban de configurar.
No se había presentado a la hora estipulada durante un pase pernocta y le habían caído unos días de arresto.
Un pobre imberbe con obsesión onanista.
En la litera de enfrente, debajo, estaba un canario que, más que respirar, aspiraba continuamente cannabis y otras hierbas.
Nunca se le terminaba el suministro. Tenía buenos contactos allí fuera.
Curiosamente, cuando más fumado estaba, más cuerdo parecía.
Su acento, entre el típico deje de su tierra y el tono de su perpetuo estado, era una especie de balbuceo incomprensible.
Estaba allí por una pelea.
El habitáculo parecía Londres en un día gris de smog y chirimiri.
Y claro, algo del cuelgue pillábamos los demás, ya que la ventilación era más bien escasa, por no decir nula.
En mi vida he fumado y bebido tanto como allí encerrado!
A veces pasaban días sin escoltarnos a las duchas.
El ambiente era horrible.
Si apretabas con fuerza los espartanos colchones de espuma, goteaba una especie de líquido hediondo, mezcla de polvo, ácaros y sudor.
Sobre él, un recluta de Tui. Mi hermano.
Con ese acento pausado, dulce y gallego que recuerdo con tanto cariño.
Había cometido la "terrible desfachatez" de dormirse en la garita durante una Guardia.
Hicimos una enorme amistad. Es lo que tiene convivir con alguien las 24 h durante 15 días en apenas 9 m².
Nos hicimos hermanos de sangre.
Capítulo 2: LA REVISTA SORPRESA.
Recuerdo los días de revista. Pocos.
Para los mandos de la Academia éramos chusma, carne de calabozo. Problemas.
En esa Academia Especial Militar, los sargentos estudiaban para tenientes, y hacían prácticas de oficiales en el Cuerpo de Guardia, donde se encontraba nuestro calabozo.
Era mejor dejarnos tirados, olvidados... suministrándonos solo un mínimo de obligatoria comida y la escasa hora de paseo, escoltados convenientemente a punta de CETME por un par de desconfiados reclutas de gatillo fácil, que no nos sacaban ojo de encima.
A menudo yacíamos tumbados en gayumbos, ni nos levantábamos ante el desespero del mando y sus gritos exigiendonos pleitesía.
¿Qué más podía ocurrirnos... que nos fusilaran?
Nos la soplaba todo.
En concreto, recuerdo una de esas revistas.
Fue sumamente graciosa.
Primero oíamos el claqueteo del manojo de llaves abriendo los cerrojos y el chirriar de la puerta de hierro.
Después aparecía la esbelta y musculada silueta del aprendiz de Teniente que disfrutaba de su día de Mando en el Cuerpo de Guardia.
A contraluz, tras el resplandor de la claridad exterior, nos ordenaba ponernos firmes.
El reflejo de sus relucientes botas y condecoraciones dañaba nuestras pupilas acostumbradas a la penumbra del espacio.
Su olor a Varón Dandy y naftalina contrastaba con la mugre y el aspecto demacrado de los cuatro jinetes del Apocalipsis.
Capítulo 3: CHINCHES EN VESPA.
No siempre, pero a veces con supina parsimonia, nos incorporábamos pacientemente y formábamos el escuadrón de la muerte.
Despeinados, sudorosos, descamisados, sucios, sin afeitar, con botas mugrosas, desatadas... poesía visual en estado puro.
Como mando de la escuadrilla,encabezaba el pelotón que tras de mi intentaba mantenerse en pie.
Solicité permiso para hablar al Teniente de Guardia.
Después de saludarlo convenientemente, le comenté el problema con los chinches.
El calor asfixiante y el picazón horrible nos estaba masacrando por las noches .
—¿O sea, que os pican los chinches?... ¿Y no los veis? —exclamó él con voz de trueno.
Y entonces, en tono pausado y musical, mi compañero gallego respondió:
—Si, hombre…
¿Y cómo los vamos a ver si estamos a oscuras?
¿Acaso se cree que van en Vespa?
Capítulo 4: RISAS.
Fue la gota que colmó el vaso del cachondeo.
Nos imaginamos los chinches en Vespa y comenzamos a descojonarnos vivos.
El ataque de risa fue contagioso, masivo, imparable.
El mando empezó a gritar.
- SILENCIO.
Nosotros, a reír más.
La tropa, digna de la Quinta del Porro, contrastaba con la imagen petrea y castrense del Mando.
Y yo, además recordé la sublime escena de La vida de Brian.
¡Era un plagio perfecto!
Él, era el Palin de Monty Python de la escena .
Nosotros, la Guardia Pretoriana que intenta mantener la compostura ferrea y militar, mientras se descojonan.
Ordenaba:
—¡ He dicho: S. I. L. E. N. C. I. O. !
Y yo solo podía pensar:
—Pijus. Pijus Magnificus…
Y reír.
Intentó sin conseguirlo mantener el orden.
Fue imposible.
La escena de la infame tropa intentando mantener la formación mientras se tronchaba, y el pobrecito intentando hacer valer sus galones, era sublime.
Solo recuerdo el portazo y el claqueteo de las llaves cerrando de nuevo los cerrojos... dejándonos por imposibles.
Y nosotros, la mitad tirados por el suelo, la otra mitad sobre las camas, descojonándonos vivos.
No.
Nunca me he reído tanto en mi vida.
Me dolió el estómago varios días del ataque.
Parábamos, nos mirábamos… y alguien decía:
—Chinches… en Vespa… con tono de Pontevedra, y....
Y hala.
Otra vez: ¡a reír!
Paradojicamente, de aquel calabozo hediondo y cochambroso nació la risa mas espontanea y libre que jamas he disfrutado.
#Los80
#LaMili
#HumorCastrense
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