AQUELLA VIEJA MOCHILA CON PATINES.


Terminaba el verano. 

El sol ya no calentaba tanto, y se paseaba mejor, sin tanta guiri por las calles.

Habían ingresado a mi padre. El tiempo no perdona, y el bajón había sido considerable en apenas un año. Mi madre se quedaba a pasar la noche en el Hospital de Gerona.

Les había llevado con su coche, para dejarlos allí. Yo dormía solo en la torre.

Con su coche. Esa posesión que ayer mimaba a menudo más que a nada ni nadie, como Gollum a su anillo, y que hoy solo era lo que quizás siempre había sido: un vetusto trasto de cuatro ruedas. Ni más ni menos.

Me despedí a última hora de la tarde.

Mientras conducía hacia casa, mi mente viajaba a otros tiempos pasados. No sé si fueron mejores, pero sí fueron anteriores. Los paisajes, la luz del verano y Dire Straits a tope me acompañaban en el trayecto.

Cuando llegué, todavía quedaban unas horas de luz, sol y calor. La silueta de la torre me recibió imponente. Entré, después de acertar con el manojo de llaves. Allí estaba: fría, vacía.

Examiné el paisaje. Observé. Repasé. Como queriendo retener cada metro cuadrado, cada perspectiva, cada ángulo, cada escorzo… Absorbiendo los olores y las sensaciones. Como quien sabe que está mirando algo muy familiar, casi por última vez.

Contemplé el huerto. Ese pedazo de tierra en el que te dejaste parte de la espalda y cientos de horas. Ese del que decías que nunca nos faltarían patatas. ¿Te acuerdas?

Te decía: buenísimas, eso sí… pero qué caro debió de salirte cada kilo, con tanto esfuerzo añadido.

Ya nada queda. Ni del huerto, ni de las patatas.

Bajé a pasear entre las malas hierbas y los mejores recuerdos. Mientras andaba, mi mano acariciaba las plantas, como ese sueño en Gladiator.

El silencio me acompañó esta vez.

Me acerqué a la barbacoa que hiciste de piedra, artífice de paellas de concurso y calçotadas de impresión. —¿Cuándo fue la última vez que bajaste hasta allí?


Y la mini alberca, vacía, que también creaste con tus manos, y que nos refrescó algún que otro rato. —¿Cuándo fue el último chapuzón que te diste?


La silueta de aquella mole de ladrillos me contemplaba a contraluz, mientras el sol se escondía tras ella, educado él, para dejarnos a solas con nuestras reminiscencias.


Todo aquello que supuso tanta lucha, tantas discusiones y alguna que otra pelea… allí seguía. Inmóvil. Impertérrito.

En un momento en que la nostalgia y la melancolía me embargaban, recordé aquella tarde.


Un día paseando por Fenals. Se acababa una tarde de verano. El sol, aunque potente, perdía fuerza, y la suave brisa lo equilibraba todo.

Paseábamos. El crío era pequeño, iba todavía en el cochecito. Nos comimos un helado. Incluso me pegué un remojón rápido. ¡Fue un gustazo! Recuerdo que era final de temporada y había menos gente. El paisaje, el ambiente de verano, los pinos y las rocas junto al mar… fue precioso.

A la vuelta paramos en un chiringuito a cenar.

Uno de esos días que no sabes por qué, pero te quedan grabados a fuego en el alma.

—“Qué bonito, qué bien lo hemos pasado… hay que repetirlo” —recuerdo que dijimos.


Nunca volvió aquel momento. Nunca se repitió. Hasta hoy.

Seguía allí, entre fantasmas inanimados, recordando aquella tarde.


Subí, cerré la casa, cogí de nuevo el coche y me acerqué a Lloret. Aparqué en el paseo y entré en el primer bazar que encontré a comprar el primer bañador que vi.

En el maletero encontré una toalla. Me cambié como pude, dejé en el maletero el resto de ropa, y con el bañador, la toalla, una camiseta y chanclas, me dispuse a realizar el mismo trayecto de aquel día.

Revisaba cada perspectiva, cada plano, cada vista… El murmullo de la gente, los niños jugando, todo el mundo reía. El chapoteo en el agua, el azul del cielo y del mar que parecían uno solo. El graznido de las gaviotas. El arco iris multicolor de sombrillas y toallas sobre la arena. El olor de los pinos y el aroma a salitre, en una tarde con una luz impresionante… Era una explosión de sentidos. Cerraba los ojos y me transportaba a aquellos momentos.

Era lo mismo, evocaba las mismas sensaciones… pero no era igual.


Faltabais vosotros. Tampoco yo era el mismo.

La temperatura era ideal. Mi momento de playa preferido. Como aquel día. Sin agobio, con el calor justo, suavizado por una cálida brisa.

El paseo era precioso. Terminaba junto al inicio del camino de ronda, entre pinares y rocas.

Paré en un chiringuito y me pedí un helado. Como aquel día que nunca se repitió.

Busqué un hueco entre la arena. Dejé la camiseta junto a la toalla y me acerqué a la orilla. La temperatura era perfecta. El manso oleaje removía y acariciaba la gruesa arena en un acompasado y armónico movimiento.

Me metí en el agua, nadé, me sumergí. Cerré los ojos y me transporté a aquel tiempo. Flotaba dentro del agua, como esos recuerdos en mi cabeza.

Volví a ser feliz. Apenas habían pasado más de veinte años.

Me sequé al sol. Y cuando este se despedía, educado, tras los pinares, volví hacia el coche. Mansamente. A paso tranquilo. Absorbiendo las sensaciones de aquel momento revivido.


De nuevo llegué a la torre. No tenía hambre. Esta vez bajé hasta el sótano.

Abrí la puerta. Encendí el interruptor, que alumbró un tenue haz de luz, atravesando el halo de polvo de la única bombilla de la estancia.

Contemplé cientos de herramientas, trastos, pelotas, juguetes oxidados… Material eléctrico sobrante, apliques, palas, picos, martillos… Cajas de tornillería y accesorios varios. Todo seguía allí.

¡Cuántas horas debiste de pasar aquí debajo!


Es lo que elegiste en su día. Debiste de ser feliz.

De repente, dentro de un armario y entre cajas de madera, una vieja mochila con correa de cuero desgastada. Me sonaba.

La abrí, y allí estaban unos viejos patines con ruedas gastadas y correas de cuero, junto con dos llaves fijas.

¡Eran los míos!

Aquellos patines que ajustábamos al calzado a medida que crecíamos. Con los que, esas tardes, después del trabajo y de doblar turnos, mientras mamá se quedaba haciendo la cena, los cargabas en tu hombro, junto a los de mi hermana, y nos llevabas paseando hasta aquella pista redonda de la plaza de la Sagrada Familia.


Dábamos vueltas y vueltas, nos caíamos y nos levantábamos, nos perseguíamos y peleábamos mientras tú nos vigilabas, con el pie apoyado en la valla metálica y el brazo en la barandilla, tras el humo de un puro. Grande. Seguro. Fuerte.

Y después, cansados, algo magullados, sentados en el banco de piedra, nos desatábamos los patines, los guardábamos en las mochilas y tú las cargabas de nuevo al hombro, hasta casa.

Me quedé un buen rato observándola, recordando esos momentos.

Y me pregunté: —¿Qué coño hacía allí? —¿Qué hacía esa mochila con mis viejos patines en ese armario?

El hecho de que estuviera allí significaba que alguien se había preocupado de guardarla, de no tirarla, pese a las muchas ocasiones que hubo para perderla en tantos traslados.

Quizás fueron los recuerdos. Quizás esos mismos momentos impidieron que desapareciera. Las tardes patinando en la plaza, hasta que se ponía el sol, en aquella pista de cemento pulido y duro.


Ay… que no era tanto el lobo como lo pintaban.

Ay… que tenía su corazoncito.

No le encontraba otra explicación. Y ese detalle, lo reconozco, me rasgó el alma de un zarpazo.

Me hizo entender cosas.


Y la catarsis de esa tarde fue una experiencia que nunca olvidaré. Como un vaso de ayahuasca sin chamán. Un “viaje” que me llenó de paz.

Al precioso día le siguió una preciosa noche.

Una impresionante bóveda estrellada, con una ligera y cálida brisa, y una luna a juego, invitaban a elucubrar sentado en la terraza.

Saboreando cada milésima de segundo, junto a una cerveza, sabiendo que quizás sería de las últimas veces que lo haría en ese mismo lugar.

Solo, conmigo y mis recuerdos. Qué paz. Riendo a veces. A veces no.

Y esa noche monté una orgía de recuerdos.


Y se acostaron conmigo la nostalgia, la melancolía… y aquella vieja mochila con patines.


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