UN LUNES CUALQUIERA Y UNA SONRISA INESPERADA.

 A menudo la felicidad pasa por delante de nuestras narices y no queremos verla. 

Lunes. Primera hora de la mañana. 

El sol se despereza. Gente por las aceras, mirando la pantalla de su móvil, meditabunda y circunspecta. Sin mirarse. Sin saludarse. Sin… 

Caras airadas, reflejos de un alma triste que todavía mantiene vivos los tibios rescoldos del fin de semana. 

Probablemente esperan un lunes con tareas cotidianas y jefes cansinos, que no desean, pero intuyen.

Pero, de repente, entre la multitud robótica que, apresurada, se dirige al transporte público —al ritmo de Another Brick in the Wall de Pink Floyd—, las he visto.

Esta mañana, a primera hora, subiendo la cuesta.

Iban con él. Una mochila en su espalda, una sonrisa en su cara. 

Con auriculares puestos, ajeno al mundo que lo rodea, caminaba al ritmo de una melodía que solo él conocía.

Con aspavientos y medias vueltas, dando saltos, abarcaba toda la acera con sus brincos.

Riendo y mirando al cielo, seguía su particular danza. Feliz como nadie. Con la máxima libertad y el mínimo sentido del ridículo.

No le importaban las miradas ajenas ni los cuchicheos de la gente cabizbaja, con caras de mala leche y rictus de zombis que se cruzaban en su camino, apartándose de mala gana. 

Él seguía, con su alegría contagiosa. 

Tenía Down. No tenía vergüenza.

Y por un instante, nuestros ojos se cruzaron. Era una mirada clara, sin malicia, feliz, pura. 

Sonreímos ambos.

Las he visto. 

Esta mañana he visto la alegría y la felicidad de un alma libre, subiendo la cuesta. 

Muchos se ríen porque es diferente. 

Ilusos. 

Qué pena me dan, porque son todos iguales.

Y por primera vez en mi vida, sentí envidia.

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