HABLAR ¿ PARA QUÉ ?.
REFLEXIONES SOBRE LA COMUNICACIÓN Y LA FELICIDAD A TRAVES DE LA MIRADA DE UN PERRO.
1. UN DOMINGO CUALQUIERA.
Recuerdo que era domingo. Otro fin de semana sin ningún plan destacable.
Tumbado en
el sofá, veía la tele sin demasiado interés, mientras “Pistacho”, un pequeño
mestizo de apenas siete kilos, se enroscaba en mi regazo, disfrutando de mis
caricias en su lomo.
La agradable
y acompasada sensación de los arrumacos nos relajaba a ambos: él,
recibiéndolos; yo, dándoselos.
De repente,
se giró, buscando mis ojos, con esa mirada de no haber roto un plato, las
orejitas hacia atrás y exhalando un suspiro, como si me dijera:
—Jo, qué gusto. No pares, chaval.
No le hacía
falta hablar. Se le entendía todo.
Pasamos un
buen rato así, mientras la sesión de masaje continuaba con repeticiones
infinitas. Ambos estábamos encantados.
De fondo, la
televisión gruñía.
Mientras lo
miraba, empecé a preguntarme qué había sido de su vida antes de que nuestros
caminos se cruzaran. Aquel fin de semana también estaba sin planes cuando
decidí visitar la perrera.
El día que
abrieron la verja de su estancia, se me pegó a los pies. Y hasta hoy.
El trámite de adopción fue rápido.
Antes de mí, dos familias lo habían rechazado.
Una alegó que era agresivo—¡ja!
Que agresividad sería ?, porque no me lo explico, con lo tranquilo que era el bicho—, y
la otra lo devolvió sin motivo aparente.
Sin duda,
una vida triste…
Aunque en el fondo agradecía esos hechos, ya que propiciaron que me intercalase en su vida.
Y el sabia que yo no le fallaría.
Seguía
mirándome. Parecía entenderme.
Pensé: Ojalá
pudiera hablar. Sería fantástico saber lo que piensa, cómo se siente…
Entonces,
sentí que alguien me hablaba. Pero no físicamente. Era como cuando discutes
contigo mismo, como cuando te peleas con tu conciencia.
2. LA GRAN REVELACIÓN.
—Eh, tú.
¿Crees que no te entiendo?
Dejé de rascarle el lomo y miré, agitado, a mi alrededor. Solo la tele balbuceaba ruido. No había nadie más. Solo yo y Pistacho sobre mí.
Y yo no me preguntaba nada a mi mismo en ese momento. ¿ De que se trataba ?
Él levantó
el cuello, alzó las orejas, puso una patita sobre mi pecho y me miró fijamente.
—¿Qué no me
oyes? Podrías contestarme, al menos.
Volví a
dirigir la mirada hacia él.
No podía creerlo. Era él.
¡Mi perro me
estaba hablando!
Sí,
mentalmente, pero lo entendía perfectamente.
—Sobre lo que estabas pensando, chaval… No necesito hablar. ¿Para qué?
Tengo todas mis
necesidades básicas resueltas. No necesito nada más para vivir.
—Es cierto…
—le dije.
—Pero si
pudieras hablarme, seguramente nos entenderíamos mejor… ¿No crees?
—Pues no, no lo creo. Verás: vosotros, los humanos, no hace tanto tiempo tampoco hablabais. Solo balbuceabais gruñidos inconexos. Hasta nuestro ladrido es más armonioso. Y bien que evolucionasteis hasta nuestros días… Pero, dime, ¿de qué os ha servido? La palabra solo os ha traído conflictos, diferencias y miserias: críticas, envidias, celos, recelós, y deseos de cosas superfluas, sin valorar lo realmente necesario e importante .
Y muchas veces, hasta los mismos lenguajes son motivo de conflicto.
Sois muy raros, la verdad.
—Creo que exageras. Nos ha permitido adquirir cultura, conocimientos…
Nos ha permitido
comunicarnos.
—Mira,
amigo, te reto. Mañana empieza una nueva semana. Tienes hasta el próximo
domingo. Si me demuestras con un ejemplo claro que, hablando, se es más feliz…
entonces hablaré.
—¡Acepto!
No tenía
pedigrí, pero me había salido filósofo el perro.
3. EL RETO DE LA SEMANA.
La semana
comenzó más divertida de lo habitual. Estaba convencido de que no me sería
difícil demostrarle a Pistacho las ventajas del lenguaje.
Me
adelantaba a los acontecimientos. No cabía en mí mismo de emoción, pensando en
lo que supondría reventar las redes sociales y los platós de televisión con mi
perro parlanchín.
Él, sin
embargo, seguía con su vida de perro. Pero me miraba de soslayo más de lo
habitual, con un aire de superioridad que parecía decirme:
—No lo conseguirás.
Para él, la
semana no supuso ningún cambio.
Siguió con
sus tres paseos diarios, coincidiendo con sus colegas habituales, husmeando,
saltando, corriendo… Quizás criticando a sus dueños, gruñendo a visitas
indeseadas, disfrutando de sus comidas de rigor, bebiendo agua limpia y
restregándose cuando quería mimos.
En cambio,
para mí, de las 52 semanas que tiene el año, precisamente aquella fue una de
las peores.
Murphy
atacaba de nuevo.
4. UNA SEMANA CAÓTICA.
Castigo:
unos días sin hablarme.
Zas. Primera
en la boca.
El miércoles, tuve un conflicto con un cliente. Le vendí un modelo nuevo de grifería par el baño, asegurándole que era idéntico al anterior, con cambios mínimos.
El insistió varias veces y le repetí lo mismo.
Error.
Al día
siguiente, regresó indignado. El nuevo modelo era unos centímetros más alto y
al instalarlo tocaba el espejo, impidiéndole accionarlo correctamente.
Tuve que cambiarlo
por otro modelo más parecido al que tenía y devolverle la diferencia.
Segundo
error de comunicación.
Luis era mi
mejor amigo de la infancia. Sabía que podía contar con él para lo que fuera.
El viernes lo llamé porque necesitaba su ayuda por un tema relacionado con su profesión.
Me
dijo que estaba ocupado y que me llamaría por la tarde. No lo hizo.
Para mí, la
palabra es un compromiso.
Vivimos en
la era de la supercomunicación. Con un móvil puedes conectarte al instante con
cualquiera en casi cualquier parte del mundo. No acepto que alguien olvide un
compromiso así.
Estaba indignado esperando que tuviera una buena excusa.
Como para mí
era urgente, al no llamarme, busqué otra solución. Me sentí ofendido.
Lo llamé para pedirle explicaciones.
Me dijo que simplemente… se le había olvidado, y me pidió disculpas y quedamos otro día para arreglarlo.
5. LA LECCIÓN FINAL.
Llegó el
domingo.
Me desplomé
en el sofá y Pistacho ocupó su sitio encima de mí.
Me miró,
esperando explicaciones.
Su semana
había transcurrido sin cambios. Había satisfecho todas sus necesidades. Se
había comunicado sin abrir la boca.
En cambio,
en mi semana, la palabra me había traído tres frentes abiertos.
Le conté lo
sucedido y su respuesta fue clara:
—El primer
problema lo tuviste porque comparaste con tus palabras. Yo habría mostrado
agrado por las dos.
—El segundo, por decir algo incorrecto. Yo simplemente le habría enseñado el
nuevo modelo.
—Y el tercero, por exigir una respuesta inmediata sin perdonar un simple
olvido.
—Todos están
relacionados con palabras. En cambio, yo no he cambiado mi actitud. Nada ha
cambiado. Y tampoco me ha hecho falta hablar…
Por eso,
después de aquella conversación, decidió quedarse como estaba.
6. LA VISITA AL PSIQUIATRA.
Por cierto, esta semana
tengo consulta con mi psiquiatra.
Estoy
pensando en qué responderle cuando me pregunte si soy feliz.
#FilosofíaDeVida
#SabiduríaPerruna
#ElArteDeCallar
#Comunicación
#LeccionesDeVida
#PsicologíaYPerros
Comentarios
Publicar un comentario