CAPÍTULO 1. LA ADOPCIÓN.
El inicio de una gran amistad.
Estaba pasando una mala época. Tenía un bajón importante.
Adoptar un perro fue la excusa perfecta, para que los dos juntos consiguiéramos remendar nuestros corazones heridos.
Mis hijos siempre nos echaban en cara que, tanto que nos gustaban los animales, nunca habíamos tenido uno.
Así que, dicho y hecho.
Un domingo nos acercamos a la Protectora Municipal del Tibidabo. Teníamos claro que adoptaríamos.
Compartiríamos nuestra vida, nuestro espacio y nuestro tiempo con un alma desahuciada.
Después de los trámites burocráticos y un pequeño test para saber nuestras necesidades y características, pasamos a una zona donde esperábamos conocer a algunos candidatos.
El lugar estaba formado por diversas plazas de cemento, delimitadas por vallas y verjas. Entre las parcelas, corrían pasillos de tierra. En cada caseta, perros de lo más variopinto esperaban su destino.
Algunos saltaban para llamar la atención, otros te lo decían todo con la mirada, y alguno yacía tumbado e indiferente entre un coro de ladridos.
Observábamos la escena mientras la chica que nos atendía iba a buscar a alguno de nuestros posibles compañeros.
En las parcelas contiguas, otras personas hacían lo mismo, mientras varios monitores devolvían a algunos perros después de su paseo.
La chica regresó con una perrita negra. Nos contó que tenía cuatro años, que era muy tranquila y que sería ideal para un piso. Nos gustó, y nos disponíamos a pasearla cuando, de pronto, algo inesperado sucedió.
Del grupo contiguo, un chucho mestizo de unos seis kilos, color canela y con la cola enroscada —como un cruce entre chihuahua y shiba inu—, se coló por debajo de la verja.
Se paró delante de Isa, la miró fijamente y, con decisión, puso sus patitas delanteras sobre las suyas.
Isa entendió. Se agachó, lo cogió y lo arrulló en sus brazos. Él, en respuesta, apoyó la barbilla en su hombro, resoplando satisfecho mientras nos miraba con esa carita que jamás olvidaré.
Paula y yo contemplábamos la escena, emocionados.
Personalmente nunca había visto nada parecido.
Mientras la otra monitora terminaba de preparar a la perrita negra, una compañera que vio el momento gritó:
—¡Rex! ¿Qué haces, malo?
Pero Rex no hizo caso. Permanecía tranquilo, acurrucado en los brazos de Isa, como si por fin hubiera encontrado su lugar en el mundo.
Nos miramos los tres, y comprendimos que fue él quien nos había elegido.
—Déjalo —le dijimos a la chica que preparaba a la negrita—. Vamos a pasear a Rex.
Durante el paseo, pararon monitoras a saludarlo. Otra pareja se cruzó con nosotros y acariciandolo le dijeron :
-Pero que guapo que eres: ¿que haces todavía aquí?
Volvimos después del paseo, decididos.
Avisamos que lo adoptaríamos.
Nos comentaron que tenía seis años. Que lo habían devuelto un par de veces, la última por agresividad, y que le costaba comer.
Nos dio igual.
Ya nos había robado el corazón.
Solo faltaba esperar unos días para completar el papeleo, y luego pasaríamos a recogerlo.
Así fue.
Y ese fue el inicio de una gran amistad.
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